domingo, 30 de marzo de 2008

The Dreamers


Inusualmente para un film acerca de la obsesión, la pasión y el abanico de posibilidades, THE DREAMERS es un proyecto que casi es una realidad por casualidad. En un primer momento, no logró atraer suficiente interés, y jamás se hubiera concretado en las manos de otro director. Cuando “The Holy Innocents”, la novela de Gilbert Adair publicada en 1988, llegó a conocimiento de Bernardo Bertolucci, el director estaba sopesando muy detenidamente qué proyecto afrontar próximamente, mientras se adentraba en esta historia introspectiva de un ménage a trois con sentimientos encontrados que transcurre en medio de los disturbios del París de 1968. Este italiano nacido en Parma, que se autoconfiesa francófilo, se siente muy próximo a los hechos de aquel año turbulento, y tenía sus dudas acerca de trasladarlos a la pantalla por miedo a empequeñecer tanto su propia experiencia como la de los otros. «He realizado muy pocas películas en mi vida» —nos dice el director de filmes tan galardonados como THE LAST TANGO IN PARIS (EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS, 1973), THE LAST EMPEROR (EL ÚLTIMO EMPERADOR, 1987), e IL CONFORMISTA (EL CONFORMISTA, 1970)— «porque cada largometraje es en verdad una parte de mi propia vida.»

Efectivamente, por el tiempo en que el libro de Adair cayó en sus manos, estaba considerando muy seriamente la idea de una secuela del tipo de su épica obra maestra NOVECENTO (NOVECENTO, 1976) que resiguiera en paralelo las vidas de un granjero y de un terrateniente hasta 1945. «De hecho, mi intención era llegar hasta el fin del siglo» —nos dice el director, que estaba pensando en incluir el París del 68 como uno de los aspectos del film—. «Pero entonces pensé “Seamos realistas. ¿Qué había detrás de NOVECENTO? Una enorme esperanza política, y hoy en día no me parece ver nada parecido, por lo que lo dejé correr.»

Sin embargo, el libro de Adair le rememoró algunos momentos maravillosos. «De hecho, no trata tanto de los hechos del 68, los disturbios y la violencia» —continúa—«como del espíritu del momento.»

Para Bertolucci, un viejo poeta cuyo amor por las películas se forjó con el cine francés de los años 30 y que aumentó con los directores de la Nouvelle Vague de los últimos años 50 y los primeros de los 60, aquel espíritu contenía una vertiginosa mezcla de elementos. «En los 60 había algo absolutamente mágico» —rememora—, «en el sentido que estábamos... bien, permitámonos emplear la palabra ‘soñando.’ Estábamos fusionando el cine, la política, el jazz, el rock’n’roll, el sexo, la filosofía, la droga... y yo estaba devorándolo todo en un estado de permanente éxtasis.»

Inspirado por la novela, Bertolucci se la pasó a su productor de muchos años, Jeremy Thomas, a quien conoció a principio de los 80 y con quien trabaja desde EL ÚLTIMO EMPERADOR. «Él había estado flirteando con la idea de realizar un largometraje ubicado en París y que transcurriera en los 60 en parte del metraje» —aclara Thomas—. «Hizo diversos intentos sin resultados satisfactorios, y finalmente me dijo ‘Me gustaría que leyeras algo…’ Y me pasó el libro de Gilbert, lo leí y le dije ‘Bueno, esto podría convertirse en una película muy evocativa.’ Dado que ésta sería mi quinta colaboración con Bernardo, me pareció fantástico hacer un film que aconteciera en París junto al hombre que ha dirigido en aquella ciudad títulos como EL CONFORMISTA y EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS. Así que me dije, ¿Y por qué no hacer un tercer título allí?»

Así las cosas, Thomas telefoneó al agente de Adair. Y es muy probable que si la llamada la hubiera hecho cualquier otro, la respuesta hubiera sido un rotundo “no”. Insatisfecho con el libro, surgido en alguna medida a partir de la experiencia personal, Adair ya había rechazado varias propuestas potencialmente lucrativas de otros productores, no hallándose entre las causas menores de esta actitud el hecho del gran éxito de crítica conseguido con la adaptación cinematográfica de su novela “Love And Death On Long Island.” De hecho, le había pedido a su agente que no le llamara si alguien más insistía. «Simplemente, era muy frustrante» —dice el autor—. «Así que mi agente dejó de llamarme al respecto; pero un buen día reincidió. Me dijo ‘Me atrevo a proponértelo porque es algo especial, se trata de Jeremy Thomas y Bernardo Bertolucci.’ He de confesar que no pude resistirme a tal tentación. Ahora, dado que la novela versa sobre las películas, la política, y el cine en sí mismo, puede parecer obvio que es un tema para la pantalla, y esa es la razón por la que tantos productores se interesaron; sin embargo, me pareció que era particularmente adecuado para alguien como Bernardo. Todo apuntaba a que se trataba de una temática y preocupaciones que reconocía en los propios filmes del director.»

Con la contribución de Bertolucci, Adair se dispuso no sólo a rescribir el guión, sino también a hacer lo mismo con su novela con miras a una nueva edición, pero admite que «no es igual a la película. No me parece una buena idea que una novela y una película sean gemelas.» Aunque el director y el guionista no se conocieron en los 60, se hacía evidente que sus experiencias eran extraordinariamente similares. Igual que Bertolucci, Adair llegó a París tan pronto como pudo. «También era un francófilo» —dice—, «y nada más salir de la universidad, sentí la necesidad de irme a vivir a París. De hecho, a veces digo que soy francófilo incluso en Francia, lo que es la piedra de toque.» «Bertolucci había llegado unos cuantos años antes, tras su debut cinematográfico en 1962 y cuando ofreció su primera interviú, le dijo al periodista ‘Si no tiene inconveniente, me gustaría hacer la entrevista en francés.’ El reportero le respondió ‘¿Por qué? Si aquí todos somos italianos.’ Y el director le replicó ‘Parce que le français, c’est la langue du cinéma.’ —ríe mientras lo recuerda—. «Es decir» —traduce—, «el francés es el idioma del cine. El cine habla en francés.»

Gilbert Adair estaba en París cuando Henri Langlois, director de la Cinémathèque Française, fue cesado, lo que fue entendido como un insulto por parte de los cinéfilos y los estudiantes de cinematografía que se amontonaban para poder ver sus proyecciones de películas insólitas. Airados con el gobierno, esta gente tomó las calles, en un primer momento para defender a un hombre, pero luego en reivindicación de muchísimo más. «Se trataba de un hecho de la máxima importancia que acontecía en París» —explica Adair—. «Era la primera vez que los jóvenes habían desafiado al Estado, y en realidad habían ganado, porque Langlois fue readmitido. Mucha gente ha sostenido que aquello fueron los prolegómenos a los altercados del mayo del 68; en cierto sentido, era como el asesinato del Archiduque Franz Ferdinand en los albores de la Primera guerra mundial. En el aire se extendía el espíritu de rebeldía y entonces, súbitamente, estalló todo. Yo estaba allí por todo eso; unos años más tarde, quise escribir sobre la experiencia. No pretendía una novela autobiográfica y, ciertamente, “The Holy Innocents” no lo es, pese al hecho de que hay elementos autobiográficos; es más bien algo acerca de un periodo que marcó mi vida para siempre.»

Sin embargo, la película sólo se aproxima tangencialmente a los elementos históricos de aquel singular tiempo. «Es la historia de tres jóvenes en 1968» —dice Thomas, que por aquel entonces trabajaba con Ken Loach en los Estudios Pinewood—, «y en aquellos días, París era un semillero para infinidad de idealismos: políticos, de estilos de vida, de cambios de moralidad... Me pareció un periodo fascinante del que hacer un film. Fue un tiempo poderoso, incluso en Londres, cuando yo contaba 19 años, pero no fue tan intenso como en París.»

Adair asegura que no se trata de una lección de historia. «Más bien es una pieza de cámara» —continúa—, «pese a que en cierto momento del metraje la historia —los hechos del mayo del 68— irrumpe en sus vidas: un joven norteamericano que estudia en París entabla amistad con dos hermanos franceses, chico y chica.»

Bertolucci nos dice: «Todo empieza en París, en cierto día concreto, cuando nuestros “héroes” se conocen. Los padres de los hermanos se han ido de vacaciones por un mes, así que se encierran en la casa. Y entonces desarrollan esa relación tan intensa, una auténtica iniciación, a lo largo de aquellos pocos días. Permanecen encerrados, y cuando salen, son adultos. Han madurado.»

«Se trata de un viaje de descubrimiento, el suyo» —añade Adair—. «Trata de primaveras: la primavera de París, la primavera del despertar político de esa ciudad, y la primavera de los cuerpos de estos jóvenes. Cuanto acontece en el interior del apartamento parece reflejar, en cierto sentido, lo que sucede en la calle.» Efectivamente, los hechos de 1968 poseen infinidad de significados, no sólo políticos, para todos los implicados. «Se me preguntará si la película versa sobre el 68» —dice Bertolucci—, «y yo responderé que sí; se desarrolla en el 68, y hay mucho del espíritu de aquel año, pero no trata de las barricadas o de las luchas callejeras. Trata más bien de la experiencia en su conjunto. Yo estuve allí, y fue algo inolvidable. Los jóvenes estaban henchidos de esperanza de un modo que jamás antes se había visto, y jamás se volverá a ver. Aquel esfuerzo por sumergirse en el futuro, aquella libertad, fue algo maravilloso. Se trata del último momento en que algo tan idealista, tan utópico, ha tenido lugar.»

Desde que en 1973, Bertolucci descubrió para el mundo a una Maria Schneider de 21 años en EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS, como perfecta oponente, con su abrumadora naturalidad, al hastiado extraño que encarnaba Marlon Brando, el director se ha granjeado fama como poseedor de un gran ojo para detectar a los jóvenes talentos. Todo su trabajo se ha regido por esta cualidad, desde EL CONFORMISTA, en 1970, hasta STEALING BEAUTY (BELLEZA ROBADA, 1996) y BESIEGED (ASEDIADA, 1998). Sin embargo, al centrarse en una historia con tres jóvenes, se vio enfrentado a una labor difícil. Jeremy Thomas nos lo explica: «Cuando se hace un film sobre jóvenes, es muy difícil dar con actores que estén entre los 19 y los 20 años que sean estrellas cinematográficas, por lo que es una gran oportunidad para descubrir a gente nueva.» Sin embargo, en esta ocasión, era preciso que Bertolucci afrontara más de una búsqueda de talentos. «Por lo general» —nos dice—, «lo que busco no es exactamente una persona que responda a lo que está escrito en el guión. Lo más importante es tener la sensación de contar con alguien que posea un aire misterioso, alguien que mantenga a mi cámara intrigada por él o ella.»

Así las cosas, cuando la preproducción empezó, lo único cierto era la necesidad de hallar a dos actores franceses y uno norteamericano. «Para éste último, fuimos a Los Ángeles y Nueva York» —dice Thomas—, «y creo que entrevistamos a unas 200 personas, hasta que fuimos perfilando y reduciendo, y dimos con Michael Pitt. Pasó lo mismo con los personajes franceses; vimos a mucha gente hasta toparnos con los que creímos que encarnarían mejor los papeles; luego los personajes cobraron vida en ellos hasta que nos convencimos de que nadie más podía hacerlo.»

Sin embargo, la búsqueda en EE.UU. no resultó fácil, y no fue menos motivo el hecho de que el director se mostraba muy celoso por preservar cierto grado de misterio sobre el proyecto. «Bernardo se mantenía muy reservado con respecto al guión» —recuerda Pitt—, «por lo que uno tenía que entrar y leerlo justo delante de él; no podía llevármelo a casa. Me senté allí y leí el guión; me pareció simplemente maravilloso.» Además, había otros problemas. Aunque EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS puede parecer blando para los patrones actuales, el film provocó verdaderos disturbios en todo el globo con su sincero retrato de la sexualidad humana; a algunos agentes les incomodó mucho ofrecer este nuevo guión a sus clientes. «Los EE.UU. resulta un lugar muy puritano» —opina Bertolucci—, «lo que es un auténtico problema para ellos. Con todo, no empleé mucho tiempo tratando de convencer a la gente. Se trata de un guión que o te gusta inmediatamente o no vale la pena hacer el esfuerzo. Mientras estaba buscando, me topé con Michael en Nueva York; inicialmente sentí cierta reticencia hacia él. Estaba a punto de contratar a otro cuando me di cuenta de que me estaba equivocando. Tenía miedo de que debido a su aspecto pudiera parecer un narciso, pero le había subestimado. Es mucho más que un buen actor. Creo que me estaba resistiendo porque yo mismo procedía mucho como él, y me era doloroso tener que admitirlo.»

Habiendo intervenido previamente en la controvertida BULLY (BULLY, 2001), de Larry Clark, como integrante de una pandilla de adolescentes asesinos, Pitt se ha establecido rápidamente como uno de los nuevos actores norteamericanos más audaces desde su aparición en el culebrón televisivo DAWSON’S CREEK (DAWSON CRECE, 1998). Esos dos papeles de su carrera tan contrapuestos le prepararon realmente para su personaje en THE DREAMERS. «Encarno a Matthew» —nos dice—. «Es un estudiante norteamericano que acaba de llegar a Francia para estudiar. Se ha criado en el seno de una familia de clase media de zona residencial. Es un buen chico, aunque algo ingenuo. Procede de San Diego, y ha venido llevando una vida protegida, plenamente opuesta a la de un hippie; su despertar, o su liberación, va a empezar realmente aquí. Mucho de todo esto tiene que ver con los dos hermanos con quienes se cruza y con el modo en que en cierto sentido éstos le corrompen. Quizá son ellos quienes le abren los ojos, o le posibilitan que él mismo decida abrirlos.» Gilbert Adair aborda la historia: «Así que empieza la película, Matthew aparece como alguien absolutamente solitario. Cada noche asiste a la Cinémathèque; no conoce a mucha gente. Y entonces, en el primer choque entre cinéfilos y policía, entabla amistad con dos jóvenes franceses, Theo e Isabel. Son mellizos, pero no idénticos; y tenemos la vaga sensación de que tenían a Matthew en su punto de mira, y que el encuentro no se ha producido casualmente. A partir de ese momento, sus destinos van a unirse para siempre.»

Dar con Theo e Isabel fue igualmente agotador, ya que Bertolucci estaba buscando actores que pudieran transmitir la intimidad que comparten dos gemelos. «No estaba buscando el parecido» —informa el director—. «Buscaba algo más sutil que eso. Proceden de una familia parisina de clase media, son cultos pero también muy retraídos.» Para dar vida a Theo, eligió a Louis Garrel, hijo de Philippe Garrel, quien tiene otra inesperada relación con el 68. «Conocí a su padre» —nos dice Bertolucci—. «Es un director a quien admiro; era muy joven en el 68. Sentí curiosidad por conocer a su hijo. Me gustó a simple vista; hay algo muy romántico en él, pero también cierta severidad.» Garrel entendió intuitivamente ese aspecto del papel. «Se trata de unos mellizos que despiertan al sexo y necesitan a alguien que les ayude» —opina el actor—. «Se encuentran con este norteamericano y lo usan por su inocencia; Theo quiere que Matthew le separe de su hermana, e Isabel desea que el norteamericano le separe de su hermano.»

Con Garrel, Adair se dio cuenta de que la película iba a emprender el vuelo por su cuenta. «Theo es un personaje misterioso» —nos dice—, «mucho más de lo que es en mi novela y, en parte, ello se debe a Louis. Creo que pasará un buen rato antes que el público llegue a saber si es Theo quien manipula a Isabel o viceversa. Al principio, parece que Isabel domina a Theo casi por completo, pero a medida que vamos descubriendo las inseguridades de ella, empezamos a preguntarnos si Theo está desarrollando un juego más sutil. Este juego de dos pasa a ser de tres, y de eso trata precisamente este largometraje.»

Para completar el trío, Bertolucci seleccionó a la debutante Eva Green, una actriz de formación teatral que afronta aquí su primera película. «Cuando me encontré con ella» —informa Bertolucci—, «sólo transcurrieron diez segundos y ya estaba pensando ‘Ésta es Isabel.’» Efectivamente, las primeras impresiones son esenciales. Adair nos dice: «Cuando Isabel aparece por vez primera, se trata de alguien que irradia, que percibimos consciente de su propia belleza, de la calidad de su propia imagen, porque está imitando claramente el tipo de estrellas cinematográficas que admira. Luego vamos descubriendo muchas otras cosas sobre ella, y nos damos cuenta de que resulta mucho más vulnerable, alguien mucho más insegura de lo que parece. Es una chica ocurrente, inteligente, y de gran vivacidad, pero tiene un secreto que el largometraje desvela a su debido tiempo.»

Aunque le asustaba dar el paso desde los escenarios a la pantalla, Green afrontó el desafío. «Es un gran papel porque Isabel posee mucho misterio» —nos dice la actriz—, «y nunca acabamos de saber si está fingiendo o no, porque da la impresión de que está interpretando todo el tiempo. Se inspira en las grandes actrices del cine: Greta Garbo, Lauren Bacall, Bette Davis… y resulta muy ambigua. Es como la Esfinge. En ocasiones parece muy dura y, sin embargo, oculta una enorme sensibilidad. Le asusta la soledad, verse separada de su hermano, y sin embargo también le asusta haberse enamorado de él.»

Una vez logrado el reparto, Bertolucci desveló sus propósitos para facilitar a los actores la comprensión de la mentalidad del momento y el lugar donde se desarrolla el drama. «Lo que en realidad quería es que tres jóvenes de hoy se enfrentaran a los jóvenes del 68» —confiesa—. «Realmente, ¿qué saben Michael, Louis y Eva del 68? Casi nada. La juventud actual sabe muy poco de aquella época. Decidí mostrarles un montón de noticiarios y mucha televisión de aquel entonces. Y en cierto momento, estuve a punto de hacerles leer los textos que eran esenciales en los 60, pero reparé en que habría sido demasiado, hubiera originado muchas preguntas que habría sido imposible responder. Decidí mantener esta confrontación de un modo más sutil.»

Green se dio cuenta inmediatamente y se sintió impresionada por el estilo instintivo del director. «En su película, la atmósfera se contagia, es muy sensual» —opina la actriz—. «Me asustaba trabajar con él, aunque es alguien encantador; trabaja muy estrechamente con los actores y transmite seguridad. También es muy exigente, pero puede llevarte a donde quiere sin dar la impresión de ser un manipulador. Todo parece sencillo; sabe comunicarte lo que busca con sólo una palabra o un gesto. Es alguien muy misterioso» —ríe. «¡Nunca llegamos a saber lo que está pensando!» —coincide Pitt—. «En cierto sentido, Bernardo aparenta ser alguien muy despreocupado, pero no deja de apuntar hacia algo extremadamente preciso.» Sin embargo, esta precisión tiene su precio. A medida que el reparto se acomodaba en sus papeles, Bertolucci y Adair empezaron a ver cómo el argumento iba cambiando de modo inesperado. «Trabajar junto a Bernardo ha sido algo inolvidable y, en ocasiones, totalmente estresante» —confiesa Adair—. «Para él, una película es un organismo vivo; estábamos cambiando constantemente la dirección del film. Alguna que otra vez, tenía la necesidad de mostrarme lo que había filmado y montado hasta aquel momento, porque el guión había dejado de ser la guía más fiable de acuerdo con el rumbo que la película había emprendido. Constantemente, tenía que rescribir los diálogos a medida que los personajes iban evolucionando. Al principio, eso me molestaba, pero aprendí una gran lección con Bernardo. Yo creía que uno tenía que lograr que los actores encajaran en sus respectivos personajes del mismo modo que una botella da forma a un líquido vertido en su interior. Bernardo me demostró que justamente se trata de lo contrario. Es el actor quien da forma al personaje.»

Tanto para Bernardo Bertolucci como para Gilbert Adair, París siempre estará inextricablemente ligado a su amor por el cine; en ambos casos, esa pasión se alimentaba de la Cinémathèque. «Aparecí en París cuando finalicé el bachillerato; tenía 18 años» —informa Bertolucci—. «Mis padres me dieron algo de dinero y viajé allí con mi primo, de la misma edad; descubrí un lugar que se llamaba La Cinémathèque Française, acerca de la cual ya había leído.» Esto ocurría en plena eclosión del cine de la Nouvelle Vague, cuando filmes como LES QUATRE-CENT COUPS (LOS CUATROCIENTOS GOLPES, 1959), de François Truffaut, o A BOUT DE SOUFFLE (AL FINAL DE LA ESCAPADA, 1959), de Jean-Luc Godard estaban revolucionando el mundo del cine con su energía cinética, ambición intelectual, y discurso político. Los cineastas de la Nouvelle Vague habían nacido y se habían criado en la Cinémathèque, de la mano de su fundador evangelista Henri Langlois.

«La Cinémathèque Française no era un museo cualquiera» —dice Adair—, «debido sencillamente a la política de Langlois. Mostraba todo cuanto estaba en sus manos; se negaba a tener las películas en los sótanos. No importaba que fuera un material único o frágil: lo mostraba igualmente, inspirando a toda una generación de jóvenes que se convirtieron en unos auténticos cinéfilos apasionados, más tarde apasionados críticos cinematográficos, y los mejores acabaron por devenir directores cinematográficos. Así que fue en este lugar que Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Claude Chabrol y Alain Resnais aprendieron el oficio, sólo con ver todo un enorme amasijo de películas.» Bertolucci coincide plenamente: «Un extranjero se desplaza a París y se queda prendado de la Cinémathèque» —explica—, «y, en consecuencia, del mismísimo cine. Todos los que asistíamos a aquel local lo considerábamos nada menos que una catedral.»

Algún tiempo después que lo hiciera Bertolucci, Adair llegó a París; sus años de Cinémathèque coincidieron con el malestar que generó el despido de Langlois. «Aquello era increíble» —nos dice—. «Por un lado, estaban todos aquellos fanáticos cinéfilos sosteniendo carteles que decían ‘Films pas flics’ (Queremos películas y no bofia), y por otro, súbitamente, aparecían todos aquellos robots, esos tipos con todo su equipo de antidisturbios y porras cargando contra los primeros. No fui el único a quien la policía persiguió; Francois Truffaut recibió un buen golpe en la cabeza, Jean-Luc Godard fue empujado brutalmente, y la esposa del director Yves Boisset acabó en el hospital. Era escandaloso, pero generó titulares, y la presencia de viejas glorias como Jean Marais, protagonista de las películas de Cocteau, o de Jean Renoir, quien ya se hallaba en la setentena, dio a todo aquello un impacto mucho más amplio.»

El mundo del cine y de sus seguidores añade una capa más a una historia que ya está llegando muy hondo en su horadación del mundo de la imagen y de la identidad. «Pienso que THE DREAMERS es una película sobre tres utopías» —continúa Adair—. «Primero, está la utopía política, cuando realmente se está convencido de que las cosas están a punto de cambiar. Pero también está la utopía cinematográfica. Estamos hablando acerca de una época en la que la gente sentía tanta pasión por las películas como hoy en día la sienten por los equipos de fútbol. Aunque no puede decirse que hubiera algo parecido al hooliganismo futbolístico, había peleas: la gente se discutía y podían hacerse desagradables. Ahora, con el video y el DVD, se puede ver todo, y aquella pasión ya no tiene sentido. Por ejemplo, si uno se perdía un film de Nicholas Ray en la Cinémathèque, era como si se perdiera para siempre. Y luego está la tercera utopía: la sexual. Los 60 venían tras las décadas más conformistas y blandas del pasado siglo. Y súbitamente, los jóvenes empezaron a descubrir sus derechos y la libertad sexual. Había algo sexual en ir al cine. No había en ello nada ofensivo. Lo que quiero decir es que Truffaut era un cinéfilo de pro, y era alguien elegante y con estilo.»

Los integrantes del reparto, que se han criado en la era de los multicines, el video y el DVD, opinan que el mundo de la cinefilia es de lo más instructivo. «He de aprender mucho y ver muchas películas» —dice Eva Green—. «He visto cosas como QUEEN CHRISTINA (CRISTINA DE SUECIA, 1933), con Greta Garbo, y BEYOND THE FOREST (MÁS ALLÁ DEL BOSQUE, 1949), con Bette Davis, quien me impresionó mucho porque compuso una enorme femme fatale. Me ha ayudado mucho en el momento de tratar de imaginar lo que mueve a mi personaje, dado que vive dentro de un capullo junto a su hermano, y anhela escaparse del mundo real. Para ella, el cine es el modo de evitar la realidad.» Para Louis Garrel, sin embargo, ha sido un poco más fácil. «Puedo entender la pasión por el cine» —afirma—. «Quizá se deba a que mi padre es director cinematográfico, o quizá a que mi madre también lo es para la escena, o puede que lo explique el hecho de que mi abuelo es actor; el cine es mi vida.»

La influencia del cine de la época se evidencia en los juegos que los personajes practican para probarse mutuamente, como también en el modo en que Isabel reacciona ante los hombres que la rodean. Ninguna línea del diálogo es demasiado oscura, ningún detalle demasiado trivial, y Adair sostiene que ésta era la manera de hacer de aquel entonces. «Los cinéfilos son una raza extremadamente peculiar» —opina—; «casi están más interesados en estudiar, absortos, las texturas y atrezzo de las películas que en seguir la historia. Les encantan cosas como los pósteres y los títulos de crédito, porque les apasiona saber quién es el responsable de qué; y confeccionan listas interminables. Listas de sus películas favoritas, listas de sus segundas películas favoritas, y cosas así. Y los juegos que el trío desarrolla en este largometraje son muy parecidos a los que nosotros practicábamos en los 60. Si alguien echaba una moneda al aire, inmediatamente pensábamos en George Raft lanzando una moneda en SCARFACE (SCARFACE, EL TERROR DEL HAMPA, 1932). Si una mujer se mantenía sobre un enrejado con su faldilla inflándose al viento, decíamos: ‘Ah, Marilyn Monroe en THE SEVEN YEAR ITCH (LA TENTACIÓN VIVE ARRIBA, 1955).»

Pero los juegos de THE DREAMERS se ven enriquecidos con un trasfondo sexual, que Adair informa es plenamente deliberado. «Para nosotros, el cine era una experiencia muy erótica» —continúa—. «Porque las películas que estábamos viendo procedían del viejo Hollywood, eran cintas muy reprimidas. Aunque eran sugerentes, e incluso plenamente lascivas, jamás podían explicitar lo que estaba sucediendo. Incluso los matrimonios tenían lechos separados. Por ello, los juegos que practicábamos parecían liberar aquello que sólo existía de modo implícito; si uno no sabía la respuesta, entonces tenía que pagar una prenda, lo que se convertía en algo totalmente sexual. En la película de Bernardo, los personajes practican en el apartamento todo aquello que no oyen o ven en la pantalla cinematográfica.»

En parte, THE DREAMERS es la tentativa de explorar la relación entre el cine y el espectador en los tiempos que precedieron los mass media, cuando el cine era una fábrica de mitos que todavía había de ser abierta en canal, diseccionada, y vulgarizada. Con miras a ello, Bertolucci hace referencia a algunos largometrajes clásicos atesorados por Adair y otros cinéfilos en la época, algunos muy antiguos [la comedia de rock’n’roll THE GIRL CAN’T HELP IT (1956), de Frank Tashlin; o el oscuro drama FREAKS (LA PARADA DE LOS MONSTRUOS, 1932), de Tod Browning], y otros estimulantemente nuevos. Con respecto a estos últimos, Bertolucci ha elegido fragmentos de la obra de Godard, un director que admira desde la juventud para luego contagiar ese entusiasmo a gente como Quentin Tarantino, con quien ha discutido del tema largamente. Bertolucci nos dice: «Le pedí a Godard si podía incluir dos segundos de BANDE À PART (BANDA APARTE, 1964) así como otros dos de A BOUT DE SOUFFLE (AL FINAL DE LA ESCAPADA, 1959).» La respuesta de Godard le encantó al director italiano y dice mucho del modo de hacer cine que le inspiró. Librándole del papeleo y jergas legales, Godard simplemente le dijo: «Puedes hacer lo que te parezca. No hay derechos para el autor, sólo obligaciones.»

Para Bertolucci, regresar a París para rodar THE DREAMERS ha sido una experiencia emocional. Gilbert Adair nos comenta: «Dos de los largometrajes más famosos de Bernardo ocurren en París: EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS y EL CONFORMISTA. De hecho, en el plató de rodaje, bromeábamos a menudo diciendo que THE DREAMERS debería titularse “FIRST” TANGO IN PARIS! (EL PRIMER TANGO EN PARÍS). Mucha gente opina que Bernardo posee una capacidad extraordinaria para filmar esta ciudad con ojo de quien, sin ser francés o parisino, conoce la ciudad perfectamente. Sabe instintivamente qué tipo de escenario quiere usar, y aunque París ha sido filmada infinidad de veces por los directores de la Nouvelle Vague, él la capta de un modo que ningún realizador francés lo ha hecho.» Sin embargo, Bertolucci era muy consciente de que las comparaciones serían inevitables y se dispuso a establecer toda una nueva paleta. «He tratado de evitar absolutamente todas las localizaciones de EL CONFORMISTA y de EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS» —comenta—, «No deseaba establecer ningún tipo de relación entre THE DREAMERS y las otras películas que he realizado en esta ciudad. Y, por supuesto, THE DREAMERS acontece en el 68, es decir, antes de que rodara aquellos dos filmes.»

Efectivamente, aunque los hechos representados en THE DREAMERS acontecieron hace unos 35 años, Bertolucci no tardó en darse cuenta de que enfocarlos con un estilo casi documental no tenía sentido. El diseñador de producción Jean Rabasse explica que desde un buen principio se había adoptado la actitud de que “menos es más.” «Bernardo sabía que había trabajado en VATEL (VATEL, 2000)» —continúa—, «que es un film enorme acerca de Luis XIV, enmarcado en el siglo XVII, en el que trabajamos duro para recrear la época. Sin embargo, para THE DREAMERS Bernardo me dijo que no creía que fuera necesario mucho detalle, dado que el París de los 60 es una época muy difícil pues todavía está muy cerca de nuestro presente. De tal modo que en lugar de atiborrarlo todo con atrezzo y construir escenarios, decidimos reducir tanto como fuera posible para bastir algo muy sencillo. En ocasiones, mientras comprobábamos las tomas del día, nos decíamos “Si el espectador, al ver esto, no piensa en un film de época, y simplemente cree que se trata de una película sobre la vida en París, nos habremos salido con la nuestra.” Hemos tratado de mostrar tan poco como nos ha sido posible, porque cosas como los coches de aquellos años, o los muebles, pueden resultar molestos.»

Bertolucci se muestra categórico al respecto: «No estoy haciendo una película histórica» —puntúa—. «Quiero el espíritu del 68 pero no estoy pretendiendo una reconstrucción. Creo que este extremo fue el que impidió durante un tiempo que me involucrara en la materia. Me siento muy ligado al presente. De hecho el único modo de abordar una película acerca del pasado, para mí cuanto menos, es hacerla como si ese pasado estuviera donde estamos ahora realmente. Y esto porque cuando se rueda un film, la realidad, la gente, el paisaje, los rostros y los cuerpos que están frente a la cámara, aun cuando lleven vestuario de época, siguen siendo contemporáneos a nosotros mientras estamos rodándoles. El único tiempo verbal que la cámara puede conjugar es el presente.»

De hecho, Bertolucci le dejó esto meridianamente claro a Gilbert Adair ya en la etapa del guión. «En la novela original» —explica Adair—, «hay mucha más descripción sobre lo que estaba pasando en las calles, pero Bernardo me dijo muy pronto, en el decurso de nuestras charlas, que él no deseaba tener aquella enorme reconstrucción de los hechos. En parte porque, a estas alturas de su carrera como realizador, no le interesaba, pero también porque, tal y como me dijo: ‘Tu estabas allí; yo también estaba allí; y me parece que hay algo obsceno en tratar de imitar algo que conocimos por nosotros mismos.’ Es decir, en THE LAST EMPEROR (EL ÚLTIMO EMPERADOR, 1987), reconstruyó la Revolución China; sin embargo, para él eso resultaba algo tan alejado de su experiencia que se convertía en una especie de cosa mítica. Sin embargo, lo que teníamos entre manos era algo que formaba parte de mi vida y de la suya, por lo que no quería ir por ese camino.» Dicho esto, Bertolucci no se ahorró su habitual y altísimo nivel de investigación. «Bernardo se documenta acerca de la película que va a abordar mucho más que cualquier otro director con el que haya trabajado» —nos dice Thomas—. «Antes de empezar la película, lo sabe todo sobre la materia. Ello no implica que vaya a usarlo necesariamente, pero está informado.» Una vez que ha saciado su curiosidad, se asegura que su joven reparto también quede al corriente de la realidad de la época. «Bernardo nos mostró metraje acerca de las manifestaciones del momento» —nos dice Eva Green—, «y de las huelgas, con miras a que aprendiéramos mucho; lo cierto es que, antes, no sabía nada del tema. Me impresionó mucho; no podía imaginarme que la cosa hubiera sido tan grande.»

Sin embargo, pese a tener entre manos un proyecto relativamente pequeño, no se trataba de uno fácil de rodar. A lo largo de su carrera, Bertolucci siempre ha declinado rodar en estudios, y THE DREAMERS no es una excepción. «Todo se ha filmado en localizaciones reales» —confirma Jeremy Thomas—. «Todos los largometrajes en que he participado junto a Bernardo se han realizado en localizaciones, con excepción de un par de escenas de EL ÚLTIMO EMPERADOR, que rodamos en estudio porque no pudimos entrar en las habitaciones del palacio; estuvimos en Cinecittà. Pero lo habitual es que sus películas se rueden en localizaciones reales.» Según dice el propio Bertolucci, procede de este modo para evitar distraerse con las comodidades del rodaje en estudio. «En un estudio hay toda suerte de servicios» —nos dice—. «Siempre hay luz disponible, y si se quiere retroceder la cámara, puedes quitar el muro que molesta. Cuando ruedo en localizaciones, no puedo disponer de esas cosas, pero es eso justamente lo que necesito. Las limitaciones de un lugar auténtico son siempre muy estimulantes. Me gusta sentir que mi cámara, como mi cuerpo, establece una relación orgánica con la arquitectura. Ese es el motivo por el que no rodé EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS en un estudio. Recuerdo que Renoir me dijo que siempre debía dejar una puerta del plató abierta porque, quien sabe, quizá entrará alguien durante el rodaje que no estabas esperando. Eso es el cine; la realidad invadiendo el plató. Por el contrario, en un estudio no hay modo de que la realidad irrumpa.»

Como en cualquier producción cinematográfica actual, este compromiso para con la realidad planteó grandes problemas logísticos. «Fue toda una pesadilla para el jefe de localizaciones» —dice Rabasse—, «porque, como en todas las grandes ciudades, es todo un infierno lograr permisos de rodaje.» Pero Jeremy Thomas subraya que esto no es más que otra faceta del proceso de realización de un film. En las calles donde una vez rodaron con plena libertad colegas como Jean-Luc Godard y Francois Truffaut, la urbanización se ha multiplicado, y la paranoia surgente después del 11 de septiembre ha dificultado mucho más todo. «Toda película tiene sus problemas» —opina Thomas—. «Las escenas de 1968 han sido muy difíciles de recrear porque las autoridades no nos quieren en las calles disparando balas de goma y cañones de agua, volcando coches y arrancando adoquines. De hecho, es muy difícil rodar en las calles de la mayoría de las ciudades, ya sea Londres o París; cada vez es más restrictivo. Sin embargo, no es imposible; simplemente se trata de algo que hay que lograr. El verdadero problema estriba en cosas como los coches y los pasos cebra, pues en 1968 eran amarillos. Así que cada vez que rodábamos en las calles, teníamos que empezar a pintar franjas amarillas. Encontrar coches de aquel entonces también es muy difícil, porque se incentiva al ciudadano a que se deshaga de los automóviles viejos; el estado anima a que si se tiene un vehículo de más de diez años, se compre otro nuevo.»

Aunque algunas de las localizaciones no presentaron inconveniente alguno en permitir el rodaje, como la Cinémathèque original y el Louvre, donde los tres protagonistas recrean el famoso sprint que se ve en BANDA APARTE, de Godard, otras se evidenciaron impracticables. Por ejemplo, aunque hubiera sido lógico rodar las escenas de los disturbios en el distrito bohemio de Saint Germain, los hechos del 68 generaron sorprendentes repercusiones en la zona. «Saint Germain no pudo usarse» —dice Rabasse—, «y nos dimos cuenta de ello muy rápidamente. Lo que quiero decir es que, tras el mayo del 68, el alcalde de París decidió eliminar todos los adoquines, porque pensó que era demasiado peligroso dejar toda aquella munición lista para ser usada por los estudiantes. Actualmente, sólo es posible hallar adoquines en los barrios más adinerados de París, donde no hay estudiantes.» Gilbert Adair se mostraba inicialmente escéptico con respecto a la capacidad del equipo para solventar tamañas contrariedades pero, para mayor sorpresa de un cinéfilo, ha tenido que admitir que subestimó los recursos de aquél. «Los diseñadores han hecho un trabajo maravilloso» —confiesa—, «En un primer momento, creí que no funcionaría porque habían cambiado muchas cosas; por ejemplo, ciertos cafés que creía eran imprescindibles para la verosimilitud de los hechos ya habían desaparecido. Las escenas de los disturbios que rodamos se orquestaron brillantemente, pero yo seguía teniendo aquella molesta sensación de que no iba a salir bien. Sin embargo, cuando vi las tomas, me quedé estupefacto. Súbitamente, me vi asaltado por esos recuerdos del 68, cosa que no había sucedido en absoluto mientras contemplaba el rodaje. Para mí, esto es precisamente lo que define qué es el cine.»

Una vez solucionadas las escenas callejeras, que se filmaron en el tradicional periodo vacacional del mes de agosto, cuando los residentes abandonan en masa París, Bertolucci se concentró en las escenas que ocurren en el apartamento, donde los jóvenes representan su psicodrama. Tal y como Rabasse atestigua, Bertolucci es muy suyo en lo referente a sus localizaciones, y quiere que reflejen la historia. «En una ocasión, recuerdo que le mostré una foto del plató para la habitación del hotel de Matthew, y le dije: ‘¿Qué opinas? Y él me respondió: ‘Bueno, ¿Cuál crees que es la historia? ¿En dónde sucede?’ Y entonces me di cuenta de que no había dado con la idea adecuada, por lo que tuvimos que empezar de nuevo: repintar la habitación y cambiar los muebles con miras a hallar una respuesta para la historia que había tras la habitación. ¿De quién era? ¿Qué tipo de persona estaría allí? Eso es importante porque Bernardo tendría que explicarle el lugar al actor, por lo que siempre teníamos que pensar acerca del tipo de vida que se llevaba dentro de aquellas paredes así como en todos los detalles.»

Después de mucho buscar, dimos con un apartamento que respondía a las necesidades de todos, y no sólo a las de Bertolucci. Thomas comenta: «Descubrimos todo un edificio con patio, en el que logramos que encajara todo el equipo técnico, el de manufacturaciones, y la sección de contabilidad, todo metido en un único edificio. Los camerinos para el vestuario y el maquillaje..., todo estaba allí; de hecho, lo único que estaba fuera era el vehículo del catering. Se trataba de una situación ideal porque el apartamento es todo un personaje más en la película. Vive y respira.»

Adair también se sintió impresionado por el apartamento, que era tan esencial para la historia como el húmedo, malsano e impersonal espacio que compartían Brando y Schneider para EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS. «En cierta manera» —nos dice el novelista—, «el apartamento es la auténtica estrella de la película. Desde que nos trasladamos, no nos movimos, estábamos allí día tras día, junto a nuestros tres actores. La mayor parte del tiempo, el plató estaba cerrado, así que nos veíamos largamente rodeados por aquellos tres bellos cuerpos desnudos o semidesnudos; todo aquello se convirtió en nuestro mundo. Era como estar en un largo crucero por el océano; tu mundo se hace pequeño, y todo lo que sucede en el exterior deja de tener importancia. Y en cierto extraño sentido, esto se reflejaba en lo que les estaba ocurriendo a los personajes: no podían abandonar el apartamento, pese a todo lo que estaba ocurriendo en el exterior. Nosotros oímos los disturbios y las sirenas del 68, y los personajes también los oyen, pero lo que les está sucediendo es mucho más importante.»

Sin embargo, pese a las posibilidades eróticas de la historia, Thomas puntualiza que éste no es otro intento de repetir un “éxito escandaloso” a lo ÚLTIMO TANGO EN PARÍS.» «No buscamos la controversia» —continúa—, «no es sino una gran historia sobre tres jóvenes en cierto momento de su existencia.» Michael Pitt está de acuerdo: «La mayoría de las películas no tienen suficientes arrestos para mostrar lo que aquí tratamos, por lo que es un film innovador. Pero no creo que sea controvertido; creo que la única razón por la que películas como éstas devienen polémicas estriba en que no hay suficiente gente que se decida a hacerlas. Aunque tengo la impresión de que en Europa lo son menos que en EE.UU., donde se ponen un poco más nerviosos con el sexo que con el asesinato. Es muy extraño» —concluye—. «Se puede contemplar la violencia, pero no a la gente en cueros.»

Con THE DREAMERS, Bernardo Bertolucci espera corregir lo que en cierto sentido interpreta como una injusticia de la historia. Tiene la impresión de que los hechos del 68 se juzgan con parámetros actuales; sólo se considera lo que finalmente se consiguió, lo que para el director es enfocar erróneamente la cuestión. «Algunos creen que el 68 fue una guerra perdida» —opina—, «lo que es un error de bulto. Creo que hubo muchos, muchísimos cambios importantes, pero al parecer hay mala memoria, quizá por ello la gente no le ha explicado a sus hijos la historia del 68. Hay una especie de agujero negro para los jóvenes, y en parte creo que se debe a que los padres no tienen ganas de hablar de ello. Los jóvenes no saben nada del 68. Es como si hubiera habido una enorme censura para todo lo referente a aquel espíritu, y siento que todo esto es una locura. Porque aunque haya sido un fracaso de los sueños revolucionarios, el 68 ha sido increíblemente importante para el cambio de actitud de la gente. Todo cambió. En Italia, ¡se multaba a la gente si se besaba en la calle! Los jóvenes de ahora, que dan por segura su supuesta libertad, no saben que mucho de ello se logró en el 68. Ésa es la razón por la que se hace interesante observar de qué modo encauzan mis actores aquellos tiempos. Aunque no se diga, está entre líneas. Es una emoción que brotará de la pantalla.»

Sin embargo, Bertolucci se apresura a puntualizar que no está tratando de sermonear a la juventud de ahora con una obra nostálgica sobre tiempos mejores. «En cierto sentido» —nos dice—, «THE DREAMERS es un recuerdo, igual que lo puede ser una pieza musical o un súbito rayo de sol. Es un recuerdo acerca de una época en la que toda una generación despertó cierta mañana henchidos de unas esperanzas increíbles. Acaso porque constato que la juventud actual arrastra un aire melancólico con respecto al futuro, he querido recordarles que hubo un tiempo en el que el futuro sólo se entendía positivamente.» Louis Garrel comparte el punto de vista de Bertolucci y le gustaría que más jóvenes se contagiaran de la energía de entonces. «Muchos tratan de eliminar el mito del mayo del 68 en este preciso instante» —comenta—. «Quieren aseverar que se trata de un tiempo pasado creado por la burguesía; mucha gente está tratando de desacreditar aquellos hechos.»

Para Bertolucci, el legado no es otro que el de la emoción, el optimismo y la esperanza. «El romanticismo era arrollador» —comenta—; «no era algo que molestara o que pudiera hacerte sentir incómodo. Puedo ver eso ahora en mis películas.» Para Gilbert Adair, la transformación de su incómoda novela ha sido un viaje extraño e inesperado, aunque gratificante, un viaje que empezó hace muchos, muchísimos años. «El desenlace del film es a la vez feliz y desdichado» —comenta—. «Feliz, porque nuestros personajes han culminado su viaje y han aprendido algo acerca de ellos mismos; y desdichado, porque siempre hay algo triste en llegar al final de algo. Supongo que es así como me siento en relación con los años 60. Estaba mirando junto a Bernardo algunos noticiarios, y pensé ‘Dios mío, ¿realmente éramos tan ingenuos; y vestíamos tan mal... ?’ Y al mismo tiempo, resultaba que aquél fue el momento más feliz de vida. En verdad que lo fue.»

Fuente: LaButaca.net

2 comentarios:

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